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La intimidad de cómo vivió Demichelis su primer Superclásico y la victoria contra Boca Juniors

El técnico asistió apasionadamente a su estreno como técnico de River Plate en el partido ante el Xeneize en el Monumental

Se paró a unos diez metros de donde estaban los jugadores, celebrando de cara a una popular Sívori que bramaba y bailaba en ese Monumental exultante. Quería verlos de cerca, contemplar el festejo de sus dirigidos y de la gente. Hasta que lo divisaron los jugadores y comenzaron a saludarlo. Un abrazo, otro, y otro, y otro. Comenzó a emocionarse y los ojos se le pusieron vidriosos. Le dio un fuerte abrazo a Esequiel Barco y se terminó de quebrar.

Se estrechó en más abrazos con dos de los kinesiólogos del plantel y con otro colaborador, y decidió cortar por lo sano: apuntó hacia el lado opuesto de la cancha porque mirar a esa tribuna rugiente, observar esos rostros emocionados de su gente lo sensibilizó sobremanera.

Después, Martín Demichelis fue hacia el banco de suplentes, bien cerquita del anillo inferior de la platea San Martín. Allí, apretó los puños mirando hacia la gente, lo revoleó hacia el aire una, dos, tres, cuatro, cinco veces, y después se acomodó la corbata roja que combinó con un ambo negro con el escudo de River y zapatos de charol. Su primer Superclásico como técnico de River terminó con una fiesta en el Monumental y él estuvo vestido para la ocasión.

Antes, lo había vivido con toda la intensidad posible. No pudo dejar de lado su condición de hincha de River al salir al campo de juego: miró las tribunas, las contempló, disfrutó el momento y por dentro pensó en lo lindo que podría ser regalarle una alegría a las 83.200 personas, especialmente porque el martes venían de sufrir un mazazo ante Fluminense: el histórico 5 a 1 en el Maracaná, por la Copa Libertadores.

Previo al comienzo del juego, miró hacia su derecha para buscar el contacto visual con Bastian, su hijo mayor, quien estuvo nuevamente de alcanzapelotas. Agitó su puño derecho mirándolo a los ojos, como diciéndole “vamos hoy, eh”, y el pibe, que juega en la Novena División de River, le hizo el mismo gesto y le sonrió.

Cuando el Superclásico era historia y el gol de penal del colombiano Miguel Angel Borja le había dado los tres puntos a River, se reencontró con Bastian cerquita del banco de suplentes. El abrazo que le dio fue sentido, intenso, un “te amo, hijo, qué suerte que somos de River” en forma de apretón.

Al partido lo siguió casi siempre de pie, salvo cuando debió consultar a Javier Pinola y a Germán Lux, sus ayudantes de campo, por alguna duda en alguna jugada, para intercambiar algún concepto táctico o para preparar los cambios.

El DT del Millonario vivió el Superclásico intensamente (REUTERS/Agustin Marcarian)El DT del Millonario vivió el Superclásico intensamente (REUTERS/Agustin Marcarian)

A juzgar por sus gestos y su semblante, le gustó más el primer tiempo que la etapa final de su equipo, aunque está claro que la mayor alegría la vivió al momento del gol de Borja y cuando Darío Herrera marcó el final del partido.

Una vez que la pelota tocó la red luego del disparo de Borja desde los doce pasos, abrió los brazos para festejar el gol, giró sobre su propio eje sonriendo y mirando las tribunas, y enseguida buscó con la mirada a su hijo Bastian, a quien lo invitó con un cabezazo a que le diera un abrazo largo y emocionado.

Nervioso, durante el partido de a ratos se acomodaba la corbata roja en un tic parecido al que tenía Carlos Bilardo en sus tiempos de técnico de la Selección Argentina.

El primer cambió que hizo fue a los 14 minutos del segundo tiempo, cuando mandó a la cancha a Pablo Solari por Rodrigo Aliendro. La apuesta le salió bien: al ex Colo Colo le hicieron el penal (falta de Agustín Sandez) que derivó en el gol de Borja. Después de esa modificación, y mientras veía que Boca mejoraba en el juego y que a River le resultaba difícil generar situaciones de gol, se la pasó mirando a los suplentes mientras éstos realizaban los movimientos precompetitivos.

Amagaba con meter más cambios, pero las otras variantes se hicieron esperar: Borja y Agustín Palavecino ingresaron cuando faltaban apenas trece minutos para el final. Y tres minutos después puso a Robert Rojas y a Matías Suárez.

El escándalo que empañó el Superclásico, originado en la provocación de Agustín Palavecino a Nicolás Figal al festejar el gol del triunfo, lo tuvo en un rol absolutamente pacificador. Recién ingresó al campo de juego con la intención de separar cuando el tumulto inicial se transformó en un desbande generalizado de manotazos y patadas. Si hasta se sorprendió al notar que se le volvió imposible frenar a Luis Vázquez, el delantero de Boca, quien -envuelto en ira- se llevaba por delante casi todo lo que se le cruzaba por el camino.

Cuando el árbitro Darío Herrera informó que se jugarían dos minutos de tiempo adicional, pidió calma y que nadie se extralimitara si llegaba la hora de festejar. En todo momento procuró que el Superclásico no se volviera otro pandemonium y con el pitazo final de Herrera hizo señas para que todos fueran a celebrar hacia el arco que da al río de La Plata, lejos del banco de suplentes de Boca.

Ya en el vestuario, se dio tiempo para festejar abrazado con sus jugadores, que cantaron “de la mano de Michoneta, todos la vuelta vamos a dar”. Con una sonrisa de oreja a oreja, él también entonó esa letra. Después recibió abrazos y felicitaciones del presidente Jorge Brito, de los vicepresidentes Matías Patanian e Ignacio Villarroel, de Eduardo Barrionuevo (el dirigente que siempre acompaña al plantel), del manager Enzo Francescoli y de Leonardo Ponzio, ladero del uruguayo en la secretaría técnica.

También luego del Superclásico, Demichelis se puso especialmente feliz al recibir un saludo y un agradecimiento por parte de Norberto Alonso, el emblemático “Beto”, uno de los grandes ídolos de la historia de River.

Se encontró con una gratísima sorpresa al llegar al anfiteatro del Monumental para dar la habitual conferencia de prensa posterior a los partidos. Allí, en las tres hileras iniciales de butacas, lo estaban esperando su mujer, Evangelina Anderson, sus hijas Lola y Emma, y no menos de quince personas más entre familiares y amigos.

El Superclásico que imaginó y planificó durante la semana no se dio estrictamente como él pensaba en cuanto al juego, pero sí en el resultado. Lo vivió como entrenador, como estratega, como hincha, como pacificador, como padre y como siempre lo soñó: con River feliz y triunfal ante su rival de toda la vida.